Villa San Antonio: zona de la ciudad de La Paz

La Paz, 1965. Un grupo de vecinos de la emergente Villa San Antonio desciende desde Pampahasi transportando tres árboles talados. De pronto, el alcalde de La Paz, el general Armando Escóbar Uría, les corta el paso. “¡Ustedes están matando vidas! Quedan arrestados”, dispone el burgomaestre y el presidente de la Junta de Vecinos Roberto Ordóñez y sus acompañantes son aprehendidos. Casi de inmediato, los vecinos se movilizan y bloquean la salida de la comitiva, exigiendo la liberación de sus dirigentes.

Lo que el Alcalde no sabía es que esos árboles habían sido donados por una vecina y que iban a ser usados en la construcción de dos aulas de la primera escuela del barrio. “Viendo que la situación se tornó incómoda y luego de escuchar las explicaciones de los padres de familia, Escóbar Uría, entre risas, nos ofreció donarnos ventanas y puertas para la escuelita”. Así contó el episodio hace tres años Ordóñez, hoy ya fallecido, al maestro jubilado Anatolio Limachi Salcedo, autor del libro Historia de la zona San Antonio y Pampahasi. Los árboles efectivamente los había cedido Hilda Ergueta, quien poseía una hacienda en Pampahasi, para la construcción de la unidad educativa que años más tarde se llamaría Genoveva Ríos.

Aquel incidente fue uno de muchos que los vecinos de Villa San Antonio —llamado así por la devoción a San Antonio de Padua, cuya festividad se celebra el 13 de junio— vivirían en su afán de dar mejores días a sus hijos. Lo que no ha cambiado ahora, cuando unos árboles, precisamente, han sido el centro de una nueva lucha.

El 18 de abril de 2013, autoridades ediles se presentaron con maquinaria pesada para derruir el parque Niño Jesús, árboles incluidos. Allí, en uno de los pocos espacios verdes que quedan en la zona, iba a levantarse un hospital de segundo nivel, con el respaldo de una parte de los vecinos. Pero otra, entre la que se cuenta a niños y jóvenes —que se ataron a los árboles para evitar que los talasen—, logró frenar los planes. La Alcaldía no sólo que está buscando ahora un nuevo lugar para el hospital, sino que deberá reconstruir el área verde.

A raíz de este hecho, que ha puesto en el centro de la mirada a San Antonio, vale la pena conocer algo más de las historias que los mayores han recogido y que en estos días de movilización comienzan a compartirse con los más jóvenes.

A diferencia de la zona Miraflores (centroeste de La Paz), conocida antes como Putu Putu o sitio de cuevas, donde el terreno era fértil para la producción de papas, frutas y hortalizas, San Antonio era seco y árido, topografía de cerros y piedras.

En la época colonial y en la República, ese lugar era la vía troncal de un camino de herradura entre la ciudad de La Paz y el sector de Pampahasi, Kallapa, Chicani, Qanchi y Jamp’aturi (lugar de sapos), desde donde los campesinos transportaban hortalizas y leche, y aunque no se tienen datos precisos, se habla de que en Alto Pampahasi, más arriba de Villa San Antonio, fueron expuestos los miembros descuartizados de Túpac Katari tras la revuelta de 1781.

“Cuando yo llegué en 1950, el puentecito de la Pasos Kanki (que conduce de Miraflores a la ladera este) era de k’ullitos (maderos) nomás. Bosques de eucaliptos rodeaban al río Orkojahuira”, dice César Molina Carvajal, uno de los vecinos más antiguos y que vive en San Antonio Alto, uno de los 20 sectores en los que se ha dividido el barrio.

Según Limachi, la primera junta vecinal se formó en 1958 y el presidente fue el entonces coronel Julio Tapia Crespo. En esos primeros años, el agua escaseaba por la zona. “El vecindario se aprovisionaba de una vertiente, que estaba en el sector Forno, y de otra que se hallaba en Saucini, cerca de la exparada del micro Q”.

Eran tiempos también de los caprichos de un jilaqata (autoridad de un ayllu o comunidad), conocido por su mal genio, que vendía agua o intercambiaba 20 litros del líquido por una libra de azúcar. El hombre —al que se conocía como tata Hilario— era muy severo, controlaba todo, no permitía que se saque siquiera la rama de un arbusto, menos que los niños trepasen a los árboles. “Andaba siempre con un chicote y azotaba a la gente”, cuenta Limachi.

El tata Hilario falleció tiempo después de que los obreros de la empresa Forno (exfábrica textil) adquiriesen los terrenos en los que él había mandado.

Y si Tapia Crespo es recordado como el primer dirigente, Mario Quisbert es considerado uno de los mejores presidentes de la junta de vecinos de San Antonio porque, en su gestión—según Limachi—, se abrieron calles, se instalaron piletas de agua potable, postes de luz, la zona se pobló y la fiesta de San Antonio adquirió brillo.

La primera imagen del santo en la zona medía unos 15 centímetros y sólo sicuris, quena quenas y contados morenos del grupo Tigres bailaban en su devoción cada 13 de junio. La celebración cerraba con una corrida de toros en la cancha, que hasta hoy se conoce como Las bateítas, y que en 2007 estuvo a punto de pasar a manos de la Policía, de no ser, nuevamente, por una movilización vecinal que salió esa vez en defensa del campo deportivo.

Las corridas, que fueron famosas, se suspendieron luego de que uno de los animales malhiriese al torero. “Esa vez (hace unos cinco años) tuvimos que pagar el doble: por el espectáculo y por los gastos médicos”, indica Antonio Ávila, vecino que vive 60 años en la zona.

Ordóñez, aquel dirigente que en 1965 fue arrestado por orden del alcalde Escóbar Uría, hizo también las gestiones para que los primeros colectivos del Sindicato Simón Bolívar y San Cristóbal llegasen al barrio.

Y hay más vecinos que recordar. Una plaqueta de reconocimiento de la Alcaldía en la puerta de su casa y una arteria que lleva su nombre inmortalizan a César Molina Carvajal, un cruceño que llegó a La Paz en 1950, hoy sobreviviente del grupo fundador de Villa San Antonio.

Molina es todo un personaje. “Estudié en Sucre, luego me vine aquí y fui dirigente vecinal por más de 40 años”, se presenta el diminuto hombre de 84 años, nacido en Vallegrande, y segundos después muestra una credencial de la Confederación Nacional de Juntas Vecinales. “Ahora dejé la confederación, porque se politizó”, avisa el declarado militante del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR).

Cuando César llegó a ese sector de la ciudad, las tierras pertenecían a la familia Saavedra. “Compré mi terreno, hice mi jardín y con la acción comunal de 15 vecinos comenzamos a abrir las calles”, cuenta mientras muestra unas fotos antiguas en las que aparece junto al recordado alcalde Armando Escóbar Uría, Raúl Salmón, Cristina Corrales y otros personajes paceños.

Molina recuerda, no sin tristeza, cómo se esfumó el sueño de que un tren llegase hasta Villa San Antonio y Villa Copacabana (el barrio colindante), pero luego su semblante se ilumina al hablar de un grupo de 100 soldados que ayudaron en la apertura de las avenidas. “A plan de picota y a puro pulso hemos abierto todo el barrio”, asegura y las arrugas se dibujan en su sonrisa.

Por esos tiempos, entre los años 50 y 60, funcionaba en lo que hoy es Villa San Antonio Bajo, el Instituto Profesional del Ejército que fue el arsenal durante la Revolución de 1952, y dos pequeñas fábricas: una de tejas y otra de ladrillos. “No había más que una casita y sólo en 1978, casi 1979, llegó el agua, la luz y el alcantarillado”.

Ahora, cuando a César se le consulta si estuvo de acuerdo con que la calle, donde él vive, lleve su nombre, dice que no. “Les he dicho (al resto de los vecinos) que lo cambien si quieren, pero tampoco han querido. Además, ya está así en la planimetría”, afirma el exdirigente.

Sospecha que existe alguna gente que le tiene envidia, después de que hiciera noticia por el descubrimiento de supuestos restos de un dinosaurio en su casa, mientras construía una habitación. A mediados de los años 90, el hallazgo hizo noticia en los periódicos, pero allí se quedó. “Encontré la cola de un animal de más de 40.000 años, después lo puse en una cajita ha ido desapareciendo poco a poco. En ese tiempo, las autoridades sólo me perjudicaron con sus promesas”, se sincera y muestra unos restos que, según él, son de un dinosaurio que caminó hace miles de años por tierras que hoy son Villa San Antonio.

Durante más de 60 años, Molina vio crecer su barrio, fue testigo de cómo un antiguo corral de vacas se convirtió en el Cementerio de Judíos, presenció la construcción de la Capilla Azul, que el año pasado cumplió medio siglo de servicio cristiano al vecindario; en más de una ocasión tuvo que madrugar para recibir al entonces alcalde Armando Escóbar Uría, conocido por visitar los barrios a las 06.00, y hoy aún recorre las calles y es saludado por los más antiguos habitantes y por algunos jóvenes.  

“Don César es muy querido en la zona, por todo su aporte”, refiere Waldo Ibáñez, presidente de la Asociación Comunitaria. Hoy en día Molina aún cuenta sus anécdotas mientras su querida Villa San Antonio crece vertiginosamente convirtiéndose además en uno de los barrios de intensa actividad cultural de la ciudad. 

Y si la historia oficial habla de Molina, los vecinos de más de 50 años recuerdan también a otro personaje: el Cuchi Cuchi, de no más de 1,50 m de estatura, que tocaba las puertas para recoger basura —era una especie de cargador, dice Ibáñez—, papel que cuando no había empresas de aseo urbano resultaba providencial. El hombre hablaba con voz de falsete, como hacen los pepinos en tiempos de Carnaval, y se pintaba el rostro para molestar a las cholitas. Se decía que vivía en alguna cueva a las orillas del río Choqueyapu. Nadie supo su nombre real.

A propósito de aparapitas, el retrato del escritor paceño Jaime Saenz, vestido con el saco de remiendos, sobre la base de una fotografía de Alfonso Gumucio, es el gran tesoro que Elías Blanco guarda en el museo El aparapita, de Villa San Antonio Bajo.

A menos de una cuadra del cruce de Villa San Antonio Alto y Villa Copacabana, en el portón 1.573 de la avenida 31 de Octubre, se yergue este espacio cultural que custodia varias imágenes del personaje urbano de La Paz. Allí se pueden apreciar desde un cuadro sobre un cargador aymara, hecho por Fernando Montes en tinta china, pasando por otro diseñado por Gonzalo Llanos y terminando en una representación abstracta del aparapita de la artista Mónica Dávalos.

“El museo fue inaugurado hace un año y medio y nos autofinanciamos con el servicio de comedor que ofrecemos”, explica Blanco, investigador paceño que acaba de editar el libro Óscar Cerruto en vida y obra.

En la casa-museo, mientras los comensales disfrutan de un almuerzo (de lunes a sábado), pueden observar la galería de fotografías sobre los escritores paceños y bolivianos de hoy y de ayer. Hasta el sitio llegaron el embajador de Alemania, Philipp Schauer, el actor David Mondacca, que justamente hizo la representación del aparapita en la jornada inaugural, además de Mariano Baptista, Manuel Vargas y Adolfo Cárdenas, entre otras personalidades destacadas del quehacer cultural.  

Y si El aparapita era poco conocido, ahora, luego de la movida barrial en torno del parque, se ha convertido en el búnker cultural de los vecinos. “Con lo que pasó, el museo es más valorado y hay una sed de actividades culturales cada semana”, cuenta Blanco. Los pobladores han donado incluso libros al museo del barrio antoniano.

Antes y después

Luego de la defensa de abril, los vecinos organizan actividades que les proponen artistas de otros puntos de la urbe; cuentacuentos, músicos, titiriteros actúan en el parque cuya estructura de cemento está destruida, pero con sus árboles en pie. Allí mismo se halla la Casa Cultural Distrital Jaime Saenz y la biblioteca de la zona.

En estos días, la Alcaldía ha informado que habrá hospital en otro sector. “Este movimiento no es político, es cívico y no es que rechacemos el hospital, lo queremos; pero no en la única área verde de Villa San Antonio Bajo”, deja claro Ángel Arauz, dirigente del barrio, acompañado de otros vecinos.

Elías Blanco reivindica el espíritu combativo de los pobladores de la zona. Y, mientras él habla, un grupo de niños de la escuela San Martín pasa Educación Física en el patio de la Casa Distrital Jaime Saenz, a la sombra de los 22 árboles que van a quedarse como símbolo de la voluntad de una buena parte de los villanos.// La Razón.com

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