Sus manos han brindado consuelo a los enfermos; ha recorrido cientos de kilómetros para traer niños al mundo y sus brazos han sostenido a otros tantos durante horas de viaje para llegar a un centro médico.
A sus 92 años, la existencia de la hermana Araceli Revuelta ha estado marcada por el sacrificio y la entrega a los demás.
Nació en el Principado de Asturias en España, vivió la Guerra Civil de su país (1936-1939), en la que perdió a su padre, y cuando tenía 30 años decidió ser religiosa.
Su primer destino en América fue una escuela en Calama, Chile. Se preparó para sus votos perpetuos en Lima, Perú. Los asumió en 1958, en la capilla de Santa Rosa de La Paz, ubicada en La Florida, en la congregación Hermanas Misioneras Dominicas del Rosario. Para entonces ya era enfermera.
"A veces una tiene circunstancias en la vida. La mía fue tener una familia muy piadosa. Tuve una hermana que cuidé mucho hasta que murió jovencita, luego mi papá murió martirizado por ser católico. Hubo muchas circunstancias que me hicieron reflexionar para escuchar la voz de Dios”, rememora la hermana Araceli sobre su llamado para servir al Supremo.
Una pionera en El Alto
De carácter decidido, extrovertido y amable, que se transmite por sus grandes ojos verdes, recuerda la época en la que llegó a El Alto, en 1959, junto a otras hermanas a petición de sacerdotes norteamericanos franciscanos que necesitaban ayuda.
Por esos años no había nada en aquella ciudad, ni religiosas, enfermeras o médicos.
"Cuando llegamos a El Alto, estábamos en una pequeña casa. No teníamos dónde poner a los enfermos. Trabajaba con las cuatro pinzas que tenía en un galponcito que no tenía ni puerta. Me llamaban para que vaya a atender a los pacientes, que en su mayoría se trataba de partos”, cuenta.
Una de las cosas que más recuerda es la sencillez de las personas; casi todos provenían de provincias. A las dos, tres o cuatro de la mañana alguien aparecía: "hermanita, mi mujer va a tener a la wawa”. Nunca falleció una de aquellas pacientes bajo su cuidado.
Un médico le preguntó hace poco: ¿Tiene usted idea de lo que ha caminado atendiendo a los enfermos? "Nunca me he preocupado por eso”, dice ella y el galeno replica: "No menos de 3.500 kilómetros”.
Trabajó en colaboración con la hoy desaparecida clínica Santa Isabel, donde -gracias al doctor Juan Asbún- atendían gratis a pacientes alteños.
Recibía ayuda de una de sus compañeras, oriunda de Perú, a quien recuerda como una gran "aymarista” que le traducía los diálogos con sus pacientes que no hablaban español. Siempre le parecía una "preciosidad” oírles hablar.
La hermana Araceli estuvo una década en El Alto. Años después, junto a otras religiosas de su congregación, abrió el centro materno infantil Santa María de los Ángeles, en la avenida 16 de Julio.
Colgada de los camiones
Después de El Alto extendió su labor en Palca y Sorata. Como no había transporte público hacia esas localidades, viajaba prácticamente "colgada de los camiones”, recuerda.
Varias fueron las oportunidades en las que viajó sosteniendo en brazos a un enfermo durante todo el camino hasta llegar a La Paz. En una de esas travesías, una persona falleció y tuvo que permanecer abrazada a su cuerpo.
Después de Palca regresó a La Paz en la década de 1990 y trabajó para el Servicio Departamental de Salud en la época de la epidemia del cólera.
Para esta nonagenaria las actividades parecen no tener freno, porque además trabaja como coordinadora por las mañanas en el centro de salud San Antonio, en la parroquia de la iglesia de San Francisco, La Paz. Allí todos conocen su vocación de servicio.
Y no ha dejado de viajar a Sorata, donde ayuda en un seminario de jóvenes con clases de primeros auxilios.
¿Y no se cansa?, le pregunto. "Dios sabrá por qué. Dios me acompaña. No necesito más compañía que Él, mi ángel de la guarda y la Virgen María”, responde.
Ya no trabaja como enfermera porque le parece que ya no es apropiado; considera que hay que darle oportunidad de trabajar a la gente joven.
Para ella, la fe es algo que ha cambiado mucho con el tiempo. Los medios, la familia y la sociedad no se centran tanto en la fe como antes, pero no duda de que exista y esté presente en la vida de las personas.
La hermana calcula que atendió unos 1.000 partos. Traer niños al mundo, algunos de ellos sus ahijados, ha sido lo que más ha disfrutado de su labor.
Consciente de que era un momento difícil para los padres, ella siempre les preguntaba qué les gustaría que sea el niño al crecer -para relajar la tensión-.
"Has tenido un niñito, de repente va a ser obispo. Les tomaba el pelo para que rían y superen ese momento”, apunta.
Para la hermana Araceli lo más importante de trabajar con los enfermos es convivir con ellos. Les ha dedicado sus manos, sus caminatas y su voz, que habla por los que no la tienen. Ésa es su misión hasta el día en que su gran personalidad deje este mundo.
Aspirinas, San José y el cielo
Las anécdotas que la hermana Araceli ha vivido en 60 años como religiosa y enfermera son incontables.
Una de ellas sucedió varias décadas atrás, cuando uno de los pacientes que atendía en El Alto sabía que iba a fallecer pronto y estaba muy triste.
Por ese motivo deseaba recibir la comunión todos los días y se estableció en el pequeño centro atendido por las Misioneras Dominicas del Rosario.
Uno de sus deseos era visitar a la Virgen de Copacabana. Por ello, la hermana Araceli le regaló un cuadro con la icónica imagen de la Virgen Morena.
Tiempo después, conversando, ella le contó al enfermo que estaba muy triste porque no tenía ni una aspirina para darles a los enfermos y le dijo: "Cuando te vayas al cielo le vas a decir a San José que me mande aspirinas para que les dé a los pobres”. A lo que él respondió: "A ese San José bien lo conozco yo”.
La hermana asumió entonces que la frase fue dicha porque el paciente era creyente de San José.
Tiempo después, una mañana la hija de aquel paciente le comunicó el fallecimiento de su padre. A las pocas horas llegó un camión de los sacerdotes norteamericanos.
El encargado le contó que ese día, al limpiar un depósito, hallaron una caja con 60.000 aspirinas.
Grande fue su sorpresa cuando abrió el envío.
"Estaba escrito en las cajas ‘laboratorio San José’ en inglés. Y cada una de las aspirinas tenía marcadito San José, San José, San José. Increíble”, recuerda.
"Cuando llegamos a El Alto, estábamos en una casa chiquitita. No teníamos dónde poner a los enfermos”. Hermana Araceli// Página Siete (BO)
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