Freddy Mamani llega con algo de retraso a nuestra cita en la conocida plaza del teatro San Gabriel, en el barrio alteño de Villa Adela. Luce pantalón vaquero desgastado y una camisa a cuadros. La camioneta que maneja, una Toyota con el cartel de “Se vende”, refleja los años de trajín por las polvorientas calles de la ciudad. Es fácil calcular que no le darán por ella más de unos cientos de dólares. Una cantidad incomparable con lo que Mamani ha debido ganar en los últimos años, desde que en 2005 pusiera la primera piedra de lo que sería la creación de un nuevo estilo arquitectónico primero alteño, y después boliviano e internacional.
La arquitectura andina, como prefiere que se la denomine en lugar de otros términos que considera despectivos o inapropiados como cholet o cohetillo, decora el árido paisaje de El Alto como motas de colores que sobresalen entre el skyline de la urbe. Flanqueada por los imponentes Huayna Potosí e Illimani, la ciudad es la segunda del país en cuanto a población, a pesar de que en los años 60 todavía era una escisión marginal de La Paz. La mayoría de la población que habita El Alto, de etnia aymara, ha hecho del lugar un centro de incesantes intercambios comerciales y asentamiento de talleres e industrias que se alimentan de grandes capitales de la minería cooperativa y del intenso comercio con los países asiáticos, la mayoría ejercidos por mujeres.
A pesar de que a simple vista pueda parecer una de las ciudades más pobres del país, El Alto es protagonista de un auge económico sin precedentes, donde la llamada “nueva burguesía aymara” quiere dejar patente su poderío económico y social a través de este nuevo estilo arquitectónico que además refuerza sus raíces y cultura indígena, de la que ya no se avergüenzan. “Antes la gente aymara se cambiaba de apellido por la fuerte estigmatización que había hacia ellos.
Ahora se han empoderado y quieren demostrar la fuerza de su cultura”, puntualiza Wilfredo Poma, guía turístico de la asociación Saraña, que nos acompaña. “En la academia nos enseñan siempre los viejos cánones del exterior, muy tradicionales, y nos dicen que no podemos romper con ellos, pero ¿por qué no? yo tengo mi cultura, mi esencia, ¿por qué no la puedo aplicar en la arquitectura?”. La lucha de Freddy por ver reconocido su estilo como un hito arquitectónico ha dado sus frutos con la reciente publicación de su libro, en el que el alcalde alteño, Édgar Patana, se deshace en elogios hacia él. “Esta arquitectura logra expresar la producción de una estética y una cultura verdaderamente original, innovadora y auténtica”.
Freddy maneja su camioneta hasta la primera obra del circuito que ha preparado para mostrarnos su colección de creaciones. En plena carretera a Viacha y rodeada de viviendas con acabado de ladrillo a la vista, se alza el edificio, todavía en construcción. Su dueña, una vendedora de repuestos, confiesa que se animó a la compra después de observar otras casas parecidas en El Alto. “Esta va a tener seis plantas. La voy a utilizar como salón de fiestas y mi vivienda va a estar arriba. He elegido el color naranja porque es más llamativo, aunque he dejado todo el diseño en manos de Freddy”, reconoce Roxana Chuquimia, que admite el sacrificio económico que ha hecho para tener su casa. “Hay envidia, al que tiene una de estas todo el mundo lo conoce”.
El nuevo concepto arquitectónico hunde sus raíces en la tradición de las culturas prehispánicas y andinas. Los motivos zig zag o cortes oblicuos encuentran en el arte tiwanakota su razón de ser, como la cruz andina o el círculo, muy utilizados por Mamani en ventanas, puertas y pisos. La combinación extremadamente llamativa de los colores que utiliza en las fachadas se inspira en los aguayos de las mujeres. “Mi madre es de pollera. Siempre me han impresionado las tonalidades de diferentes colores que conviven en una tela. Es lo que he querido transmitir en mis obras”. Su estilo nació de esa fusión de elementos y de su propia imaginación, un torrente de estímulos que le asaltan a cada instante y que no puede controlar. “A veces me agobio porque tengo tanta creatividad que me desborda. Cada edificio que hago es único y fruto de mi mente”, confiesa.
Aún conserva frescos en su memoria los recuerdos de su infancia en la comunidad Catavi, en la provincia Aroma. Solía mirar hacia al cielo y ver las avionetas que surcaban por encima de la pampa de su pueblito. “Yo pensaba: un avión puede llegar, yo quería hacer la pista de aterrizaje en mi comunidad. Y soñaba con colocar asfalto en la carretera La Paz-Oruro, yo decía, si llegara a ser presidente del gobierno eso haría”. Con tan solo seis años, y después de que su padre saliera bachiller, se marcharon a El Alto como mucha población rural en busca de nuevas oportunidades. “Mi papá era maestro de construcción. Me llevaba a la zona Sur a construir con él. Yo veía cómo trabajaba, cómo sufría”.
Pasó su adolescencia entre palas y escombros, y al terminar el cuartel empezó oficialmente a trabajar en la obra mientras compaginaba sus estudios de construcción civil en la UMSA. Su carrera profesional crecía como la espuma en paralelo. A los 30 ya era contratista, el rango más alto dentro del oficio. “Pero yo pensaba: tengo que superarme más. Entonces he estudiado Ingeniería Civil”. El tercer y gran paso fue la carrera de Arquitectura, esta vez en la universidad privada, “que tenía horarios más flexibles en la noche”.
Desde entonces todos sus esfuerzos han ido destinados a marcar identidad “para El Alto, para Bolivia y para el mundo”. Medios de comunicación internacionales lo requieren para entrevistas y sus obras ya están traspasando fronteras. “He hecho construcciones por todo el país y también fuera, en Chile y Perú. Ahora parece que hay chinos interesados”. Con 42 años, tres carreras universitarias y una todavía más prometedora carrera profesional, Freddy Mamani es reconocido gracias a 60 obras construidas en algo menos de diez años.
El sello de su empresa constructora CONSTECM “J”, en la que también trabajan sus hermanos Édgar, Moisés, Efraín, Daniel, Elena y Luz, es cada vez más visible y marca la distinción entre sus construcciones y las que él llama de los “imitadores”. Lo cierto es que ya había algunas edificaciones destacadas con diseños árabes o decoraciones pintorescas que empezaron a aparecer en El Alto en los años 90. Sin embargo, desde que en 2005 se empezara a construir la primera obra de Freddy, un edificio verde en la avenida Juan Pablo II frente a la Universidad Pública de El Alto (UPEA), no han dejado de proliferar edificios que reflejan este estilo neo-andino.
Recorremos el barrio de Villa Adela en el auto. Cada 50 metros de avenida, Freddy saca el brazo por la ventana señalando “esa obra es mía, esa también y esa de ahí la he diseñado y construido yo”. Entramos al edificio, donde los dueños reciben a Mamani como una autoridad. Los colores, las luces led y las lámparas de araña traídas directamente de China, nos hacen imaginar fácilmente la magnitud de las fiestas que allí se celebran. “El aymara no concibe invertir en una vivienda de la que no pueda sacar beneficio, por eso hacen estos salones de fiestas, para recuperar la inversión y además hacer plata. Otro rasgo es la tiendita que ponen en los bajos del edificio, que tiene la misma función empresarial”, relata Wilfredo Poma. Freddy no entiende de computadoras ni maquetas cuando se trata de diseñar sus edificaciones.
Todo está en su cabeza, donde no existe lugar a la improvisación. “Yo me meto entre las cuatro paredes y tengo que hablar el mismo idioma con mis obreros. Hago mis propios diseños sobre la pared blanca. Les digo: de ahí vas a bajar 20 cm, de ahí te vas a dejar unos 80, y ahí lo vas a empezar a plafonear, y después vamos moldeando. No puedo mostrarle al obrero en la computadora, no me entenderían”. Los días para Mamani tienen una hora de inicio, normalmente a las tres o cuatro de la mañana, cuando la creatividad está en su mayor esplendor. “Diseño hasta las seis o siete y me pongo en marcha”. Lo que siempre es un enigma es la hora de cierre. “Hay veces que me dan las doce de la noche, me gusta estar en el proceso creativo y constructivo de todas las obras. Ahora tengo diez a medias y no puedo dejar de ir a ninguna”.
Joaquín Quispe, propietario de una de las edificaciones que ya está concluida para empezar a funcionar como salón de fiestas y vivienda, muestra la foto de la casita baja de adobe que había anteriormente en ese mismo lugar donde ahora se alza un coloso con el sello Constrec. “Antes vivíamos en esa casita mi mamá, mis seis hermanos y yo, en un solo cuartito todos”. Esa pobreza es la que, según cuenta, les ha enseñado a valorar la vida y a querer salir adelante. “Lo primero era pasar del adobe al ladrillo.
Con mucho sacrificio nos hemos ido varios de los hermanos al exterior a trabajar en la industria textil. Además, cuando mi papá murió, mi mamá nos sacó adelante vendiendo de todo por la ciudad. Su sueño siempre ha sido tener un local, y eso nos ha impulsado, cómo no retribuir ese esfuerzo que ella hizo por nosotros, aunque sea hipotecándonos”. Ahora ya solo queda esperar a recuperar la inversión, como algunos de los y las propietarias de estos edificios, que en muchos casos se endeudan con tal de tener un sustento familiar y por qué no un símbolo de ostentación.
Mientras Joaquín narra la historia de su familia y su ascenso social, Freddy observa su obra desde la baranda de la planta superior del salón. La combinación de colores opuestos que se proyectan en todos los espejos, pueden entenderse, según la arquitecta Elisabetta Andreoli en su libro Bolivia contemporánea “como un precedente del concepto aymara de complementariedad (ayni) basada en la combinación de opuestos”. Freddy, sencillo y campechano al mismo tiempo, refleja cierta aura de misticismo, como quien guarda demasiadas cosas difíciles de exteriorizar. Guarda muchos planes para esa ciudad tan cercana al cielo.// La Razón (COM)
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