El Alto, una ciudad creciente y en eterna construcción

La ciudad de El Alto está sentada a orillas del cielo, sostenida en sus 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar, en una planicie con casas y casitas de una y de varias plantas, color ladrillo porque de ladrillo están hechas y muchas aguardan pacientes el revoque que puede llegar el rato menos pensado porque esta urbe es una ciudad en constante construcción.  

Como varias ciudades del mundo, El Alto se levantó adobe a adobe, ladrillo a ladrillo, por un asunto de necesidad. Desplazados del hambre o del clima, de la escasez de trabajo o jóvenes interesados en cambiar de vida, llegaron del interior de Bolivia, algunos a paso lento, otros, a pasos agigantados. Algunos, con hijos en los brazos y otros únicamente con la maleta en la mano y la sonrisa en la cara. La historia cuenta que ocurrieron tres olas migratorias. La primera, en 1935, posterior a la Guerra de Chaco; la segunda, en 1952, después de la revolución agraria en Bolivia, y la tercera en 1985, con las relocalizaciones de los mineros durante el Gobierno de Víctor Paz. 

Los flamantes habitantes se fueron estableciendo en la explanada donde muchos podrían pensar que era un sitio de condiciones complicadas para subsistir, donde el frío ataca con sus uñas afiladas y el viento sopla sin contemplaciones, de día o de noche, tan fuerte en invierno como tan fuerte en verano, porque a 4.000 metros de altura la vida es así, y la necesidad de resistir aún mayor. 

El Alto BoliviaUna ciudad altiva y con sus casas de dos o de tres plantas y más, de ladrillos a la intemperie porque el revoque no ha llegado a muchas de ellas. Si uno busca interpretar esta realidad, las explicaciones coinciden en que hay quienes prefieren tener una casa de tres plantas con ladrillo visto a de una sola bien terminada. “Se gasta mucho en la obra fina”, dice un vecino que se siente feliz de tener casa propia. Hay otros que dicen que es por un tema de gusto y otros que cuentan que las mejoras se dan con el tiempo. 

Santusa Altamirano tiene una casa modesta y 60 años de edad, 20 de los cuales los ha vivido en El Alto porque a sus 40 dejó su desolada Talina, una comarca potosina donde las puertas de las casas empezaron a cerrarse y ser aseguradas con candados a los que se les forraba con goma porque sus ocupantes dejaban sus viviendas sin saber cuándo retornarían. “Yo salí en busca de trabajo, en busca de nuevas oportunidades, mis hijos crecieron y yo quería que logren ingresar a la universidad”, cuenta.

Entonces, La Paz era la mejor promesa, la gran sede de Gobierno que podría dar nuevas oportunidades de vida. Pero también era algo imposible, dice, porque ahí los alquileres y la comida eran mucho más caros y no se podían pastar las ovejas que habían traído como mayor equipaje. Por eso doña Santusa siguió los consejos de otros migrantes y se quedó en la emergente ciudad que se extendía hasta el borde de la Ceja, esa especie de frontera que existe entre El Alto y La Paz y desde donde se pueden ver las paredes de la sede de Gobierno apoyadas en los cerros que forman la gran hoyada. 

El Alto creció y se convirtió en algo mayor. El 26 de septiembre de 1988, se graduó como ciudad y así fue reconocida por ley. Desde ese día es la capital de la cuarta sección municipal de la provincia Murillo, del departamento de La Paz, y continúa recibiendo a migrantes,  hombres, mujeres y niños, que llegan a una especie de tierra prometida y que alimentan el creciente número de vivientes.  Según el censo oficial de 2012, El Alto tiene una población de 848.840 habitantes y, como todos los núcleos urbanos, posee riqueza y pobreza, diversión y submundos, avenidas anchas e iluminadas y recovecos oscuros por donde transitar se convierte en una promesa de muerte.  

El Alto es una ciudad en permanente construcción. En el centro, los minibuses pelean codo a codo en una telaraña de tráfico vehicular que se ve colapsada por las bocinas, por los vendedores ambulantes, por los pasajeros que suben y que bajan para meterse o salir de destinos donde viven o trabajan, donde se divierten o se protegen del invierno o de los delincuentes o de los mismos vecinos que cansados de los ladrones amenazan con quemar vivo a los que osen entrarse a las casas para robar, ya sea la caja fuerte o una garrafa. 

Rómulo vive en una vivienda de la periferia: un cuartito de adobe en la parte delantera del terreno y un patio contorneado con un muro de piedras y dentro de él varias ovejas y llamas buscando su alimento. El viento, aquí, es un personaje casi permanente, que se mete en los rincones de las casas y corretea por la planicie como un dios errante al que los pobladores no se rinden, porque haya viento o no, igual se levantan temprano, ya sea para ejecutar labores agrícolas o para salir a los puestos laborales, que por lo general se encuentran en el centro de la ciudad.

El hijo de Rómulo tiene 19 años y trabaja en un almacén de la avenida 16 de Julio, donde los jueves y los sábados se lleva a cabo una de las ferias más grandes y peculiares de Bolivia, donde se venden desde prendas que alguna vez estuvieron en vitrinas de alta costura y que alguien las trajo para venderlas a precio de remate, hasta tarros vacíos de leche, repuestos originales de Ferrari, libros de premios nobel o ruedas de camiones de juguetes que los padres desesperados buscan para que sus hijos puedan seguir jugando.

Primero, la gente saluda sin mirar a los ojos. Cuando ha perdido la desconfianza se entrega a una conversación donde las palabras sobran. Así, Rómulo ahora se desahoga. Cuenta que extraña al padre Sebastián Obermaier, el sacerdote alemán que vivió durante 40 años en El Alto, que murió en agosto de 2016 y que es recordado por las labores sociales que hizo, como atender partos y ayudar a edificar más de 70 parroquias en la ciudad, para que la gente tenga un espacio para encontrase con Dios. 

Desde las alturas, cuando el avión está por aterrizar en el aeropuerto internacional de El Alto, las parroquias de Obermaier saltan a la vista, con sus colores claros y sus torres de diferentes modelos y laboriosamente diseñadas y labradas por manos que parecieran haberse especializado en la noble tarea de construir iglesias. 

El padre Obermaier, dice Rómulo, era más que un padre porque era también un hermano, un amigo, un solidario de esos que ya no existen. Era el que acompañaba a la comunidad en las buenas y en las malas. Rómulo recuerda que el padre fue muy importante durante los días de furia de octubre de 2003, cuando desde El Alto los movimientos sociales presionaron para que Gonzalo Sánchez de Lozada renuncie a la Presidencia de la vieja república. 

Entonces lo recuerda manejando su vagoneta por las calles de guerra de El Alto, socorriendo a las víctimas de los uniformados del Gobierno, a esos hombres y mujeres que caían al suelo presa de la violencia, de los golpes o de las balas, auxiliando a periodistas consumidos por los gases lacrimógenos y que habían llegado del interior del país para cubrir lo más parecido a una guerra. 

Los habitantes de El Alto se mueven sin descanso y el tráfico vehicular no cesa desde que la ciudad se olvida de su último bostezo antes de que el sol aparezca por el horizonte. Desde los minibuses de servicio público salen voces de niños llamando a pasajeros, diciendo a voz cantante que van a tal o cual destino, como si fuera el último tren expreso de un pueblo solitario que se quedará sin transporte hasta el siguiente invierno. Los conductores de los minibuses juegan con el embrague, con el freno, con el acelerador. Avanzan despacio, como si la vida fuera eterna, como si en sus casas no les esperara nadie a la hora de la cena.

Trabajan así para conseguir pasajeros que entran a veces a cuentagotas, a veces en oleadas. Hay avenidas anchas en El Alto que son una marea de motorizados, con peatones que les hacen zigzag para avanzar, con comerciantes que venden polvo de víbora contra la gastritis e infusiones para eliminar el mal aliento; con policías que intentan acomodar el tráfico y que el semáforo se lo respete.

Pero el ruido también se acuesta a dormir cuando sus habitantes se están yendo a la cama. Al terminar el día, El Alto queda con sus calles desiertas y entonces el viento empieza a gobernarlo todo. El viento habla con su silbido de hielo y a veces también se calla y se va, dejando una estela de silencio y de frío que se ve reflejado en los habitantes nocturnos que caminan agachaditos, con las manos en los bolsillos de la chamarra o del pantalón, con gorros de lana que cubren la cabeza y la cara.

De los postes de algunas cuadras no solo cuelga el alumbrado público, sino también muñecos de tela con una soga en el cuello y un letrero que advierte que esta no es una ciudad que acoge a ladrones. La advertencia es mortal y dice que si se los pilla robando, la vida de los que osen delinquir correrá peligro.

El taxista dice que estamos en la zona que se conoce como La doce, una calle donde existen prostíbulos y donde las autoridades realizaron varios operativos en busca de las mafias que ejecutan la trata y tráfico de personas.

- Ahí van los clientes que saben cómo es la movida noctura, dice, con evidente temor.
Más allá, varios indigentes están acostados en una acera, uno cerca del otro, quizá buscando calor. Están acostados encima de cartones y de cartón también son sus colchas y sus almohadas. Hay un perro que está enroscado cerca de uno de ellos y de rato en rato se levanta, estira sus patas traseras, bosteza y ladra, y su ladrido se expande por toda la calle, y otro perro que está lejos de aquí también ladra, y su ladrido se lo escucha como un eco que se pierde entre el silencio y el silbido del viento.
-Temperatura bajo cero -advierte Sabina.
Sabina Choque está en su
almacén.

-“Anoche hizo temperatura bajo cero”, dice, mientras atiende a una cliente que ha venido a comprar una bolsa de azúcar, cuatro jabones y dos picadillos. El almacén de doña Sabina está en la zona de la Ceja, que a esta hora, cuando son las 10:00, está en su máximo esplendor. Toda una comunidad reunida, llegando desde diferentes zonas de la ciudad, como si aquí estuviera escondido un tesoro. 

Juan es amigo de doña Sabina y ha venido para buscar empleo. Él se sentará en una planicie, junto con otros desempleados, aguardando a que aparezca alguien que necesite un plomero o un albañil// El Deber

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